Pero en el curso de ese ano, mientras liberales y conservadores trataban
de que el país creyera en la reconciliación, intentó otros siete alzamientos. Una noche cañoneó a Riohacha desde una goleta, y la guarnición sacó de sus camas y fusiló en represalia a los catorce liberales más conocidos de la población. Ocupó por más de quince días una aduana fronteriza, y
desde allí dirigió a la nación un llamado a la guerra general. Otra de sus expediciones se perdió tres meses en la selva, en una disparatada tentativa de atravesar más de mil quinientos ki-lómetros de territorios vírgenes para proclamar Ja guerra en los suburbios de la capital. En cierta ocasión estuvo a menos de veinte kilómetros de Macondo, y fue obligado por las patrullas del
gobierno a internarse en las montañas muy cerca de la región encantada donde su padre
encontró muchos años antes el fósil de un galeón español.
Por esa época murió Visitación. Se dio el gusto de morirse de muerte natural, después de
haber renunciado a un trono por temor al insomnio, y su última voluntad fue que desenterraran
de debajo de su cama el sueldo ahorrado en más de veinte años, y se lo mandaran al coronel
Aureliano Buendía para que siguiera la guerra. Pero Úrsula no se tomó el trabajo de sacar ese
dinero, porque en aquellos días se rumoraba que el coronel Aureliano Buendía había sido muerto
en un desembarco cerca de la capital provincial. El anuncio oficial -el cuarto en menos de dos
años- fue tenido por cierto durante casi seis meses, pues nada volvió a saberse de él. De pronto, cuando ya Úrsula y Amaranta habían superpuesto un nuevo luto a los anteriores, llegó una noticia insólita. El coronel Aureliano Buendía estaba vivo, pero aparentemente había desistido de
hostigar al gobierno de su país, y se había sumado al federalismo triunfante en otras repúblicas del Caribe. Aparecía con nombres distintos cada vez más lejos de su tierra. Después había de
saberse que la idea que entonces lo animaba era la unificación de las fuerzas federalistas de la América Central, para barrer con los regímenes conservadores desde Alaska hasta la Patagonia.
La primera noticia directa que Úrsula recibió de él, varios años después de haberse ido, fue una carta arrugada y borrosa que le llegó de mano en mano desde Santiago de Cuba.
-Lo hemos perdido para siempre -exclamó Úrsula al leerla-. Por ese camino pasará la Navidad
en el fin del mundo.
La persona a quien se lo dijo, que fue la primera a quien mostró la carta, era el general
conservador José Raquel Moncada, alcalde de Macondo desde que terminó la guerra. «Este
Aureliano -comentó el general Moncada-, lástima que no sea conservador.» Lo admiraba de
veras. Como muchos civiles conservadores, José Raquel Moncada había hecho la guerra en de-
fensa de su partido y había alcanzado el título de general en el campo de batalla, aunque carecía de vocación militar. Al contrario, también como muchos de sus copartidarios, era antimilitarista.
Consideraba a la gente de armas como holgazanes sin principios, intrigantes y ambiciosos,
expertos en enfrentar a los civiles para medrar en el desorden. Inteligente, simpático, sanguíneo, hombre de buen comer y fanático de las peleas de gallos, había sido en cierto momento el
adversario más temible del coronel Aureliano Buendía. Logró imponer su autoridad sobre los
militares de carrera en un amplio sector del litoral. Cierta vez en que se vio forzado por
conveniencias estratégicas a abandonar una plaza a las fuerzas del coronel Aureliano Buendía, le dejó a éste dos cartas. En una de ellas, muy extensa, lo invitaba a una campaña conjunta para
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Cien años de soledad
Gabriel García Márquez
humanizar la guerra. La otra carta era para su esposa, que vivía en territorio liberal, y la dejó con la súplica de hacerla llegar a su destino. Desde entonces, aun en los períodos más encarnizados
de la guerra, los dos comandantes concertaron treguas para intercambiar prisioneros. Eran
pausas con un cierto ambiente festivo que el general Moncada aprovechaba para enseñar a jugar
a ajedrez al coronel Aureliano Buendía. Se hicieron grandes amigos. Llegaron inclusive a pensar
en la posibilidad de coordinar a los elementos populares de ambos partidos para liquidar la in-
fluencia de los militares y los políticos profesionales, e instaurar un régimen humanitario que
aprovechara lo mejor de cada doctrina. Cuando terminó la guerra, mientras el coronel Aureliano
Buendía se escabullía por los desfiladeros de la subversión permanente, el general Moncada fue
nombrado corregidor de Macondo. Vistió su traje civil, sustituyó a los militares por agentes de la policía desarmados, hizo respetar las leyes de amnistía y auxilió a algunas familias de liberales muertos en campaña. Consiguió que Macondo fuera erigido en municipio y fue por tanto su
primer alcalde, y creó un ambiente de confianza que hizo pensar en la guerra como en una
absurda pesadilla del pasado. El padre Nicanor, consumido por las fiebres hepáticas, fue
reemplazado por el padre Coronel, a quien llamaban El Cachorro, veterano de la primera guerra federalista. Bruno Crespi, casado con Amparo Moscote, y cuya tienda de juguetes e instrumentos
musicales no se cansaba de prosperar, construyó un teatro, que las compañías españolas
incluyeron en sus itinerarios. Era un vasto salón al aire libre, con escaños de madera, un telón de terciopelo con máscaras griegas, y tres taquillas en forma de cabezas de león por cuyas bocas
abiertas se vendían los boletos. Fue también por esa época que se restauró el edificio de la
escuela. Se hizo cargo de ella don Melchor Escalona, un maestro viejo mandado de la ciénaga,
que hacía caminar de rodillas en el patio de caliche a los alumnos desaplicados y les hacía comer ají picante a los lenguaraces, con la complacencia de los padres. Aureliano Segundo y José
Arcadio Segundo, los voluntariosos gemelos de Santa Sofía de la Piedad, fueron los primeros que
se sentaron en el salón de clases con sus pizarras y sus gises y sus jarritos de aluminio marcados con sus nombres. Remedios, heredera de la belleza pura de su madre, empezaba a ser conocida
como Remedios, la bella. A pesar del tiempo, de los lutos superpuestos y las aflicciones
acumuladas, Úrsula se resistía a envejecer. Ayudada por Santa Bofia de la Piedad había dado un
nuevo impulso a su industria de repostería, y no sólo recuperó en pocos años la fortuna que su
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